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Pujona del Guayabal

Las mujeres ocupan, en el universo mágico de los pueblos, un lugar de relevancia inversamente proporcional al que las sociedades les ofrecen, afirmando la idea de que la tradición oral mágica es el territorio de los sueños comunitarios, memoria popular guiada por el anhelo de un orden más justo. No es tan extraño si se considera que las mujeres desempeñaron por milenios un rol esencial en la articulación intergeneracional y por ende en la supervivencia de las tradiciones orales, por ese papel de crianza de los niños que, por su naturaleza o por imposición, han debido cumplir.

El amigo Hernán, campesino del Guayabal de Síquima, me contó que una noche, cuando era todavía muy pequeñito, estaba en su vivienda con su padre y su hermano, algo mayor que él. Nunca olvidará que su hermanito salió a orinar al campo y que se lo escuchaba desde adentro hablar con alguien, así que el padre le gritó que con quién habla, m’hijo; y el chiquilín respondió que con su mamá, ¿con quién más? El padre se asustó de veras, porque sabía que la madre estaba durmiendo en la habitación, así que salió corriendo en busca del niño. Ya no estaba. Con voz desesperada el padre gritó su nombre. Pero sólo respondió desde el matorral un quejido, una voz temblorosa y chillona que le heló la sangre. Porque él sabía que la Pujona se roba, de noche, a los niños del campo. Corrió con su escopeta al hombro a reunir a la gente del pueblo, y buscaron hasta el amanecer. Con las primeras luces del día, encontraron al hijo sobre las ramas de un bejuco altísimo, sonriendo.

Todos y todas en el Guayabal conocen a la Pujona, y no falta la abuela o el anciano que dice haberla conocido en vida. Lavaba ropa a orillas del río Magdalena, desde que su marido la abandonó dejándola sola con tres hijos chicos que, a diferencia de ella, nunca pudieron acostumbrarse al hambre. Un atardecer en que ella se esforzaba por terminar un inmenso atado de ropa ajena, los niños se pusieron tan insistentes pidiéndole comida que la mujer entró en un trance de desesperación y los empujó por el peñón, el mismo al que se arrojó ella cuando comprendió lo que había hecho.

Desde entonces, dicen, recorre la noche del campo con su figura espantosamente flaca, desgreñada y empapada en las aguas del Magdalena, pujando como si estuviera a punto de parir y buscando niños. Aunque las familias campesinas se aterran de sólo escuchar el quejido en la oscuridad, lo cierto es que Pujona nunca hace daño a los niños que se lleva. En realidad, los alimenta, los entretiene y los abriga.

Pocas noches después de que Hernán me contó su historia, veía un informativo de la cadena RCN en el que, apretadita entre una matanza de los paramilitares en la costa y una amplia cobertura de la guerra en Irak, salió una noticia brevísima y sin imágenes que apenas decía: “una mujer se arrojó al río junto a sus dos hijos en Boyacá, al parecer enloquecida por el hambre”. Y comprendí que la tarea de la Pujona no es otra que evitar, como amenaza suceder en la dolida Colombia, que semejante horror deje de ser noticia.

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Tomado de “Historias mágicas del Uruguay Interior”

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